Aislamiento existencial. Psicoterapia humanística y existencial


Aislamiento existencial

Psicoterapia humanística y existencial

Lo escrito a continuación es un homenaje a mi abuela Braulia (abuela de mi mujer, aunque la considero como propia, y bisabuela de nuestros hijos). Si he de ser sincero, diré que en un primer momento no tenía previsto la posibilidad de homenajear a tan excelente persona, si me lo planteé fue al final de mi escrito, cuando reflexionando sobre todo lo expuesto a continuación, comprobé que, en cuanto a capacidad de sobrellevar la soledad en la que todos nos encontramos irremediablemente, mi abuela Braulia era la mejor demostración de fortaleza, serenidad y dosis de buena comunicación, sobre todo porque ella era una mujer que estaba en paz consigo misma.

El sábado 7 de Noviembre de 1998, fallecía, a las tres de la madrugada y, a sus 92 años, nuestra abuela Braulia, con la misma elegancia con la que hacía tantas otras cosas, en “silencio”, con los ojos abiertos sintiendo como la vida se le escapaba, y sin perder por ello su dulce sonrisa y mirada serena. Tras de sí han quedado 5 hijos, 17 nietos y 4 bisnietos.

A las cuatro de la madrugada me comunicaron la noticia, en aquél momento comencé los preparativos para acudir a la última cita que sería la despedida. Entre mi equipaje incluí, como siempre, mi ordenador portátil y un libro tomado al azar, “Psicoterapia existencial” de Yalom. Estando en casa, y mientras aguardaba el momento de acudir al tanatorio, traté de preparar la sesión de los jueves. En esta ocasión, acontecimientos inquietantes vividos en consulta durante la semana estimulaban mis deseos de transmitir mis sentimientos. Necesitaba expresar mi interés por vosotros, mis clientes. La introducción al libro de Yalom sirvió, inicialmente a mi propósito, pero tras llevar escritas dos páginas no fui capaz de continuar, sentía algo de vergüenza y me veía infantil por aquello que trataba de reflejar. En el fondo buscaba que valorarais mi trabajo, así que decidí abandonar lo escrito.

La primera sesión que tuve el lunes al llegar a Murcia fue con Mariano, estuvimos tratando su dificultad para asumir la responsabilidad, fue una sesión tranquila y relajante, al final cuando lo estaba despidiendo me comunicó su decisión de no seguir acudiendo a las sesiones de grupo por motivos de trabajo. No le dije nada, pero recordé cuando nos decía lo solo que se encontraba y cómo sus últimos encuentros religiosos no le habían aportado aquello que esperaba.

Mientras, en la sala de espera, aguardaba Nuria. La sesión con ella también fue agradable, me estuvo explicando lo importante que era para ella poder comunicarse en el grupo y lo difícil que le resultaba. Le contesté que en ese momento no sabía cómo ayudarla, pero, ya que acudía al grupo, aprovechara la ocasión para hacer pequeñas prácticas semanales. Al día siguiente, volvimos a vernos nuevamente en consulta. Decía estar triste por la solución que le ofrecí el día anterior y me recordó que tal vez no habíamos tratado adecuadamente ciertos temas del pasado que podrían dar alguna luz a su difícil situación para comunicarse. La conversación, en aquel momento, no supimos encauzarla y el ambiente se enrareció.

Al día siguiente, me levanté decidido a continuar lo empezado, ya no me resultaban tan ridículos aquellos dos primeros folios, así que revisé el manual que había seleccionado para pasar mi estancia en Albacete y de los temas tratados en él: la muerte, la responsabilidad, la voluntad, el aislamiento y la carencia de sentido, opté por la soledad, ya que al hacerlo indirectamente trataría sobre uno de los temas que siempre me han preocupado, la relación psicólogo-cliente.

Ahora es Jueves, acabo de levantarme y son las cinco y media de la mañana. Ayer tampoco fue un buen día, aunque si he de ser justo, debo dedicar unas palabras a mi entrañable cliente Charo cuando, tras aparecer en la sala de espera todo sudoroso por la tensión de mi sesión anterior en la que dudaba de haber sabido enfocar mis ideas y explicarle las razones de mi tardanza, me contestó: “alégrate, tal vez hayas conseguido comunicarte con tu cliente”; sus palabras me sorprendieron y me llenaron de admiración, ya que ella es una mujer que conoce la soledad y la falta de comunicación. Sigo decidido a terminar lo que el miércoles no pude concluir. He querido que el texto aquí impreso sea un homenaje a mi abuela, a su tesón, voluntad, pero, sobre todo, a su capacidad de comunicación, a esa capacidad que los más próximos a ella deberíamos imitar.

Hoy os presento al Doctor Irvin D. Yalom, catedrático de psiquiatría en la facultad de medicina de la Universidad de Stanford y ganador de dos premios en su país, Estados Unidos, por sus aportaciones en el campo de la psiquiatría clínica y en la investigación. En 1980 publicó uno de los libros más representativos: “Psicoterapia existencial”. En la introducción del libro leemos: “En una ocasión, hace ya varios años, me inscribí junto con algunos amigos en una clase de cocina que impartía una matriarca armenia con una ayudante de edad avanzada. Como ellas no hablaban inglés y nosotros tampoco conocíamos el armenio, la comunicación resultaba difícil. Nos enseñaba mediante demostraciones; nosotros observábamos mientras ella preparaba una serie de platos maravillosos de berenjenas y cordero. Pero nuestras recetas eran siempre incorrectas y por mucho que nos esforzábamos, jamás nos fue posible reproducir sus manjares. Yo me preguntaba: ¿Qué es lo que da a sus manjares ese toque tan especial?. La respuesta se me escapaba, hasta que un día, en que me encontraba observando con mirada más inquisitiva que de costumbre para tratar de descubrir sus procedimientos culinarios, vi a nuestra profesora preparar un plato con gran dignidad y determinación y entregarlo después a su ayudante quien, sin decir palabra, lo condujo a la cocina para introducirlo en el horno. Antes de hacerlo y con gran desenvoltura, la ayudante le agregó varios puñados de especias y condimentos. Estoy convencido de que esos añadidos eran los responsables de la diferencia de sabores”.

Te estarás preguntando, ¿qué tiene que ver los procedimientos culinarios con nuestra psicoterapia de grupo o con nuestra terapia individual?, continuaré relatando mi historia y tal vez no sea necesario que responda a la pregunta. “Recuerdo – continúa diciendo Yalom – con frecuencia aquél hecho cuando medito acerca de la psicoterapia, en especial cuando pienso en los ingredientes decisivos de una terapia eficaz. En los libros universitarios, en los artículos, en las conferencias, se describe la terapia en forma precisa y sistemática, enumerando sus etapas y los pasos a seguir. Sin embargo, estoy convencido de que, cuando nadie mira, el terapeuta añade el ingrediente fundamental”.

Pero, ¿en qué consisten estos añadidos?, sin duda existen pero nadie escribe acerca de ellos ni se enseñan en ninguna escuela. Estos ingredientes son difíciles de enumerar y aún más de definir. Porque en realidad, ¿es posible definir y enseñar cualidades tales como la compasión, la preocupación por alguien, la extensión de nuestro yo en el otro, la capacidad de tocaros en los niveles más profundos de vosotros mismos, de vuestra propia sabiduría?

Según nuestro anfitrión de esta noche, uno de los primeros casos que se recuerdan en la psicoterapia moderna constituye una buena ilustración de la escasa importancia que los terapeutas conceden deliberadamente a estos elementos extraordinarios. He querido tratar con vosotros hoy este tema, sin ánimo de parecer petulante, porque cualquiera que haya tratado conmigo y haya sabido escucharme sabe que “mi despensa siempre ha estado abierta y llena de aromas y fragancias, que le han dado a nuestra relación un sabor inapreciable”. Sabéis que siempre le he dado importancia a la temperatura, al tiempo de cocción y el cariño con que tratar los ingredientes. Para mí vosotros sois los ingredientes, yo tan solo me limito a poner el mimo y el cuidado.

“En 1892, Sigmund Freud trató, con resultados muy positivos – continúa el relato de Yalom-, a Elisabeth von R., una joven que padecía de dificultades psicógenas para andar. Freud atribuyó su éxito  exclusivamente a su técnica terapéutica de la abreacción, es decir, al alivio de ciertos deseos y pensamientos nocivos mediante la técnica de hablar de ellos para eliminar la represión. Sin embargo, al estudiar sus notas, llama la atención el resto de las actividades terapéuticas que llevaba a cabo con el paciente. Por ejemplo, la envió a visitar la tumba de su hermana y la indujo a mantener una cita con un joven a quien encontraba atractivo, sostuvo entrevistas con algunos parientes de la joven en un intento de beneficiarla: por ejemplo, enterado por la madre de que la joven no tenía la menor posibilidad de casarse con el viudo de su hermana, Freud le trasmitió personalmente esta información. Ayudó también a desenredar los líos financieros de la familia. La consolaba repitiéndole que no era responsable de sus sentimientos indeseables. Por último, después de concluir la terapia, se procuró una invitación para asistir a una fiesta a la que debía concurrir también Elisabeth, a fin de tener la oportunidad de verla bailando agitadamente. Uno se pregunta hasta qué punto ayudaron estos elementos terapéuticos extraordinarios a la curación de Elisabeth”.

Para mí, sentirme vuestro psicoterapeuta y estar junto a vosotros es tan importante o más que todas las teorías y procedimientos psicológicos conocidos.

“Lo que cura es la relación” – sigue diciendo Yalom. No existe en psicoterapia una verdad evidente. He observado una y otra vez que el encuentro propiamente dicho resulta más curativo para vosotros que toda la orientación teórica de que disponga. Las investigaciones así lo han demostrado, sin ningún margen de dudas, la relación positiva entre terapeuta y cliente incide directamente en el resultado. El terapeuta eficaz responde a sus pacientes de manera genuina; establece con ellos una relación que les permite sentirse seguros y aceptados; hacen gala de una cordialidad no posesiva y de alto grado de empatía, y son capaces de estar con ellos y de captar su significado.

La diferencia vital, tanto en los platos de berenjena armenios como en la psicoterapia, son los añadidos y condimentos. Es precisamente en el terreno de la relación terapeuta-cliente donde más frecuentemente se aplican estos condimentos. En el curso de una terapia eficaz el terapeuta se acerca al cliente de una manera humana y profundamente personal.

¿Cómo ayuda la relación terapéutica? Las relaciones del cliente dentro de la terapia presentan dos tipos de efecto terapéutico: a) son relaciones que median para mejorar la calidad de otras relaciones futuras, haciéndole ver al paciente su conducta interpersonal desviada y dándole oportunidad de ensayar los nuevos modos de relacionarse y b) tienen un valor en sí mismas, pues, como relaciones reales, producen modificaciones dentro de la propia persona.

La relación verdadera entre el terapeuta y el cliente, el hecho de que se establezca una relación real, aporta un gran beneficio potencial ya que le facilitará al cliente un procedimiento a seguir para sus otras relaciones. Por esta razón, para aquellas personas que padecen lo que otros autores han definido como el aislamiento (el “conflicto universal”), el antídoto de este conflicto universal y de sus síntomas es la “comunicación”. Por esta razón, el terapeuta le ayuda a curarse estableciendo con él una relación auténtica. Aprender a relacionarse profundamente con tu terapeuta (con una persona real) ya es un cambio. Aprendes que posees un potencial de afecto en tu interior y te das cuenta de que también en tu interior tienes dormidos una serie de sentimientos contradictorios, esto quiere decir, que cuando te abres a otra persona no solo lo haces ante él, sino también ante ti mismo (pudiendo en ese momento reconocer sentimientos propios que de otro modo no podrías reconocer en ti). Aunque tu relación con tu psicólogo sea temporal, la experiencia de intimidad es permanente: es un recordatorio de que posees capacidad para la intimidad. También es permanente el descubrimiento de tu yo como resultado de la intimidad con tu psicólogo.

El hecho de que puedas contarme tus secretos más sombríos, tus pensamientos prohibidos, tus vanidades, tus penas, tus pasiones y que, a pesar de todo, te acepte como eres, constituye un acontecimiento extraordinariamente positivo.

La psicoterapia es un proceso cíclico, es decir, vamos desde tu aislamiento hasta la relación. Es cíclico porque cuando acudes a consulta aterrado por tu aislamiento existencial (no olvidéis que los síntomas de la persona aislada no se traducen en decir “me siento solo” sino que son manifestados a través de lo que conocemos como trastornos neuróticos o de ansiedad en sus diversas manifestaciones como son: las obsesiones, las crisis de angustia, las fobias, las molestias físicas, la hipocondría, la ansiedad generalizada y suelen disfrazarse de problemas de estudio, de pareja, familiares, timidez, laborales, etc.), la relación profunda y significativa que estableces con tu psicólogo, te fortalece y prepara para volver a enfrentarte con el aislamiento, una vez que comprendes la solitaria responsabilidad que tienes que afrontar, ya que eres tú quien ha creado su visión de la vida y eres tú, y nadie más, quien tiene que cambiarla.

Pero además, el psicólogo, en algunos momentos de la relación de terapia te hace regresar a tu situación de aislamiento por otro motivo, y es aquí que aprovecho para deciros a todos aquellos que sentís miedo de establecer un vínculo de dependencia conmigo, que una de las lecciones mas valiosas de la terapia es que la relación tiene límites. Uno aprende lo que puede obtener de otros, pero también lo que no puede obtener de los demás. A medida que vamos estableciendo una relación más humana y menos jerárquica, las ilusiones del cliente sufren de manera inevitable. El salvador se intuye, después de todo, como una persona más. Es un momento en el que se siente gran aislamiento pero también se aprenden muchas cosas, es el momento en que os atrevéis a pensar. Al menos se te ha ayudado a no tener que buscar en el lugar equivocado (por ejemplo, a través de los síntomas de ansiedad o a través de problemas que no son tales: familia, trabajo, estudio, pareja, timidez). En el mejor de los casos aprendes, gracias a la profundidad de nuestro encuentro en consulta, que todos, incluido tu psicólogo, somos hermanos en una irrevocable soledad de la que nadie nos podrá aliviar.

Las personas que viven bajo los efectos del aislamiento, generalmente tratan de mitigar su terror recurriendo a la relación con otros: necesitan la presencia de otros para afirmar su propia existencia, anhelan encontrar a alguien superior que los absorba, o por el contrario, alivian su sentido de desamparo solitario absorbiendo ellos a otros; procuran encontrar numerosas vinculaciones sexuales, que son caricaturas de la relación auténtica. En otras palabras, la persona invadida por la angustia del aislamiento trata desesperadamente de encontrar ayuda en una relación. Trata de alcanzar a otro no porque quiera, sino porque no le queda otro remedio y, por tanto, la relación resultante está basada en la supervivencia y no en el desarrollo. Pero la trágica paradoja es que aquellos que necesitan tan desesperadamente el bienestar y el placer de una relación auténtica, son precisamente los menos capacitados para crearla.

Una de las primeras tareas como psicólogo es ayudar a identificar y comprender lo que hacéis con los demás. Cuando pensamos en lo que sería una relación ideal, libre de necesidad y observamos las siluetas o rasgos patológicos de la relación errónea con los demás, es cuando podemos formular las siguientes preguntas: ¿Se relaciona exclusivamente con aquéllos que pueden proporcionar algo? ¿Su afecto está orientado a recibir antes de dar? ¿Intenta conocer a la otra persona en su sentido pleno? ¿Cuánto retiene de sí mismo? ¿Escucha realmente al otro? ¿Se preocupa por el desarrollo del otro?

La situación concreta en la terapia de grupo ofrece un terreno particularmente rico para estos patrones distorsionados de relación. Según el autor de hoy, Yalom, las relaciones entre los partícipes de una terapia de grupo, rara vez, llegan a consolidarse fuera de la terapia en una amistad gratificante y duradera. En todo caso y a través de estas relaciones, se puede poner en evidencia la patología de la persona en su relación con los demás (me gustaría que Yalom no tuviese razón concretamente en este punto).

Algunas personas argumentan para su escasa comunicación en grupo de que tienen miedo al rechazo o, simplemente, que no tienen “nada en común” con los demás, pero una de las razones más comunes es el sentimiento que experimentan de que no vale la pena invertir energía en algo que necesariamente se va a desvanecer. En concreto, hay unas personas que pueden alegar que la relación con un compañero de grupo no puede durar porque viajan en esferas diferentes y que, por lo tanto, ¿para qué involucrarse? Otros señalan que no pueden soportar las pérdidas y que prefieren cultivar sólo aquellas relaciones que potencialmente pueden convertirse en amistades duraderas.

Estos argumentos poseen cierta carga persuasiva. Después de todo, ¿qué sentido tiene cultivar otra relación pasajera como las que se establecen en los cruceros de vacaciones?.

Lo cierto es que uno se altera por el encuentro con otra persona, aunque se trate de un encuentro breve. Uno interioriza el encuentro y éste pasa a convertirse en un punto de referencia interno, en un recordatorio omnipresente de que éste es posible y de la satisfacción que aporta.

Es posible evitar las relaciones íntimas perdurables, enfrascándose en una serie de encuentros breves, también es necesario tener presente que ninguna relación ofrece una garantía de permanencia. Si puede que no llegue a tener ninguna realidad futura, ¿por qué quitarle su realidad presente? En realidad, las personas que eligen relacionarse solo con unos cuantos amigos seleccionados son probablemente aquellos más difíciles de conquistar y atraer. Su miedo al aislamiento es tan grande que sabotean toda posibilidad de relación. Aquellos que son capaces de expandirse y aproximarse a los demás de una manera auténtica lograrán, ampliando su propio mundo interior, aliviar su angustia existencial y acercarse a los otros con amor en lugar de con necesidad.

La terapia sirve para aliviar el aislamiento existencial, pero no puede eliminarlo. Aquellas personas que con la psicoterapia alcanzan un cierto desarrollo, aprenden no sólo a conocer las delicias de la intimidad, sino también sus propios límites: aprenden lo que pueden obtener de los demás. Reconocer que, por muy cerca que llegue a estar de otras personas, tengo que enfrentarme sólo a la vida, es un gran descubrimiento.

Lo cierto es que no hay “solución” para el aislamiento. Como parte de la existencia tenemos que enfrentarnos a él y encontrar la manera de integrarlo en nosotros. La comunicación con otros es nuestro principal recurso para atenuar el temor que produce. Todos somos barcos solitarios en un mar oscuro. Vemos las luces de los otros y, aunque a ellos no podemos acercarnos, su presencia y similitud nos produce un gran consuelo. Somos conscientes de nuestra completa soledad y desamparo. Pero, si logramos escaparnos de nuestra casa sin ventanas, comprenderemos que los demás se enfrentan al mismo terror solitario. Nuestro sentido de aislamiento da paso entonces a una compasión por los demás, lo que provoca en nosotros un cierto alivio.

Pero la compasión y la empatía requieren un cierto grado de equilibrio; no pueden construirse sobre la base del pánico. Uno tiene que empezar a confrontar y tolerar el aislamiento, para ser capaz de utilizar los recursos disponibles y resolver más plenamente la propia situación existencial. Dios ofrece a muchos un alivio ante el aislamiento; pero, como dijo Alfred North Whitehead: “la religión es lo que el individuo hace con su propia soledad… si nunca llegas a estar solo, nunca serás religioso”. Parte de la tarea del psicólogo consiste en ayudar al cliente a confrontar el aislamiento, una empresa que al principio genera angustia, pero que, en última instancia, ayuda a catalizar el desarrollo personal. En “El arte de amar”, Erich Fromm escribió que “la capacidad para estar solo es una condición de la capacidad de amar”.

Son muchos los que corroboran que es necesario experimentar el aislamiento antes de poderlo trascender. Camus, por ejemplo, dijo: “Cuando un hombre ha aprendido cómo permanecer solo con su sufrimiento, cómo superar su deseo de escapar, le queda ya poco que aprender”. Por otra parte, Robert Hobson afirmó: “Ser hombre significa estar solo. El continuar siendo una persona significa explorar modos de permanecer en nuestra soledad”

Clark Moustakas, en su ensayo sobre la soledad, vino a decir más o menos lo mismo: “Estando solo el individuo, si se le deja en libertad, se realizará a sí mismo en la soledad, y creará un vínculo o un sentido de relación fundamental con los demás. La soledad, en lugar de separar al individuo o de causarle una división del yo, expande la integridad individual, la perceptividad, la sensibilidad y la humanidad”

A Yalom le gusta la expresión de Robert Hobson “explorar nuevos modos de permanecer en nuestra soledad”, sin embargo, dice contener el germen de un problema clínico: en lugar de “permanecer descansando” en ella, el cliente en psicoterapia se retuerce en la soledad. El problema consiste en que el rico se enriquece y el pobre se empobrece. Aquellos que se enfrentan y explotan su aislamiento, pueden aprender a relacionarse con los demás de un modo maduro y amoroso; sólo aquéllos que son capaces de relacionarse con los demás y que han alcanzado un mínimo de desarrollo y madurez, son capaces de tolerar el aislamiento. Por ejemplo Robert Bollendorf demostró que cuanto más alto es el nivel de autorrealización de un individuo, menor angustia de aislamiento experimenta cuando se le coloca en un confinamiento solitario de dieciséis horas.

Otto Willmann, desde la perspectiva de su experiencia con los jóvenes con problemas, observó que los individuos procedentes de familias cuyos miembros eran capaces de proporcionar recíprocamente amor y respeto, se muestran capaces, con relativa facilidad, de ausentarse del seno familiar y tolerar la separación y soledad de la juventud. ¿Qué sucede con aquellos que crecen en familias atormentadas y conflictivas? Lo lógico sería pensar que dieran saltos de felicidad ante la perspectiva de abandonar semejante familia. Pero sucede lo contrario: cuanto más trastornada está la familia, más difícil es la partida de los hijos. En efecto, éstos, al carecer de la preparación para afrontar la separación, se aferran a la familia para hallar refugio frente a la angustia del aislamiento.

El psicólogo debe encontrar la manera de ayudar a los clientes a confrontar el aislamiento en una dosis y con un sistema de apoyo adecuado para cada uno.

Si la tarea primordial del psicólogo es relacionarse profunda e íntegramente con el cliente, ¿forma el psicólogo una relación yo-tu con cada cliente?, ¿le estima?, ¿existe alguna diferencia entre el terapeuta y un verdadero amigo?

Cualquier psicólogo al escribir o leer esto lo normal es que sienta estremecimiento – según las palabras del propio Yalom. Existe una incongruencia inexorable en el mundo del psicólogo: ningún pulimento ni aceite puede lograr que los conceptos de "amistad", "amor", y "yo-tu" se acomoden junto a expresiones tales como “sesiones de cuarenta y cinco minutos”, “cinco mil pesetas”. Esta incongruencia forma parte de la situación del psicólogo y del cliente y no puede negarse ni hacerse a un lado.

Existe por lo menos un aspecto importante de la amistad amorosa o de la relación yo-tu que difiere en la relación psicólogo-cliente, que es la reciprocidad. El cliente acude al psicólogo buscando ayuda, y no al revés. Al principio suele hacer preguntas sobre la persona del psicólogo, pero las preguntas no son para conocer o para sacar el potencial del terapeuta, sino más bien para establecer si sus credenciales garantizan su curación. A medida que la terapia avanza, el cliente, en plena mejoría, adquiere un mayor afecto (es decir, afecto libre de necesidad) por la persona del psicólogo. La amistad psicoterapéutica es indescriptible e incondicional. Otros tipos de amistad pueden erosionarse: un amigo puede dejar de querer cuando su afecto no es correspondido y se separan cuando ya no tienen mucho en común. Existen circunstancias que pueden obstaculizar el amor entre los padres y los hijos, entre un maestro y su alumno, y entre un creyente y su Dios. Pero el terapeuta maduro continuará apoyando a su cliente a pesar de su rebelión, su narcisismo, su depresión, su hostilidad y su miseria. En realidad, casi podía decirse que el psicólogo se entrega a su paciente debido a estos rasgos, ya que ellos reflejan hasta qué punto la persona necesita ayuda. La razón de ser del psicólogo es actuar como comadrona en el nacimiento de la vida todavía no vivida del cliente. Ayudamos a desenvolverse al cliente no mediante instrucciones, sino “reuniéndonos con él”, es decir, por medio de la comunicación existencial. El psicólogo no es un director, ni un instructor, sino solo un “catalizador”. Por lo tanto, el psicólogo se relaciona con su paciente de una manera íntegra y procura llegar con él a momentos de auténtico encuentro. Y, al hacerlo, no debe ser egoísta; su única preocupación ha de ser el desarrollo del cliente, en ningún caso sus necesidades personales. Su entrega debe ser indestructible y no depende del amor recíproco del cliente.

Debe ser capaz de estar consigo mismo y con el paciente para, a través del afecto, entrar en el mundo de éste y vivirlo de la misma forma en que él lo vive. Para ello, tiene que acercarse a él sin ideas preconcebidas; debe orientar su trabajo con la finalidad de compartir su experiencia sin apresurarse a pronunciar juicios.

Un psicólogo – continua diciendo Yalom - que desea conocer a su cliente, tiene que hacer algo más que observar y escuchar: tiene que vivir plenamente esa relación, y esto requiere que uno se abra también al cliente, porque, si uno se compromete con el otro de una manera abierta y honesta, puede experimentar la respuesta de éste ante ese compromiso. Pero, ¿qué debemos revelar de nosotros mismos?, ¿los problemas de nuestra vida personal?, ¿todos nuestros sentimientos hacia el cliente?, ¿el aburrimiento?, ¿el cansancio?, ¿no debe haber a este respecto ninguna diferencia entre el psicólogo y un amigo íntimo?

Como dijo Rollo May, lo que nos debe preocupar es que las revelaciones que hagamos a nuestros clientes de nosotros mismos estén encaminadas al bienestar del otro. Es obvio que debemos reservarnos ciertas cosas, que no debemos decirle al cliente nada que pueda perjudicarle, que respetemos el tiempo y el ritmo de la terapia, asegurándonos en todo momento de lo que el cliente está preparado para conocer.

 

Por último, y para terminar con la exposición del capítulo de Yalom sobre el “Aislamiento existencial y psicoterapia”, hablaré de otra razón importante en el proceso de terapia, se trata de las incongruencias de la situación a las que antes hacia referencia: el pago de los honorarios, la sesión de cuarenta y cinco minutos, la jornada sobrecargada del psicólogo, etc. El cliente podría preguntar “¿Me estima usted?, si realmente me estimara, me recibiría, aunque no tuviera dinero” “¿La terapia es, en realidad, una relación comprada?”. Lo cierto de estas preguntas – apunta Yalom -, es que se desvían peligrosamente hacia el secreto más profundo del psicólogo: que el encuentro con el cliente desempeña un papel relativamente pequeño en su existencia general. En realidad, esta negación del sentido que tiene la persona de que es especial constituye una de las verdades más crueles y de los secretos peor guardados de la terapia. El cliente tiene un psicólogo; el psicólogo tiene muchos clientes. El psicólogo es para el cliente mucho más importante que el paciente para el psicólogo. En opinión de Yalom, solo cabe una respuesta del psicólogo para este tipo de preguntas: cuando está con el paciente, está con el plenamente y le consagra su presencia íntegra. De aquí que sea tan importante subrayar la importancia del momento inmediato en nuestro encuentro y comprometerse plenamente con el momento presente.

Para finalizar, terminaré con un ejemplo conmovedor del impacto perdurable que puede dejar un breve encuentro en la vida de cada uno de nosotros, como cuando vemos en esas magistrales películas la escena, ya legendaria, de aquella persona sentada en un banco de la estación a la espera de la llegada de su tren y casualmente aparece otro señor que, sentándose junto a él, conversan durante un tiempo, corto tal vez, pero intenso, y vemos como después se aproxima su tren y tras unos momentos de incertidumbre lo deja perder, para tomar otro que no tenía previsto. Un bonito encuentro nos lo puede proporcionar Bertrand Russell, quien conoció a Joseph Conrad en 1913 y aunque solo pasó unas cuantas horas con Conrad, confesó que nunca más había vuelto a ser el mismo, que algo de este contacto permaneció para siempre en él y que desempeñó un papel fundamental hacia las relaciones humanas que estableció después:

“En mi primer encuentro, conversamos con una intimidad cada vez mayor. Parecíamos ir apartando, capa tras capa, todo aquello que era superficial, hasta que ambos llegamos al foco central. Constituyó una experiencia diferente de todas las demás que he conocido hasta la fecha. Nos mirábamos a los ojos, medio espantados y medio intoxicados por encontrarnos juntos en esa región. La emoción era tan intensa como la del más apasionado amor y, al mismo tiempo, tan vasta, que salí de ella tan aturdido que difícilmente era capaz de hallar mi camino entre los asuntos cotidianos”.

Braulia, quiero despedirme de ti y agradecerte el cariño que siempre me tuviste a pesar de lo poco que hice para conseguirlo, que tu recuerdo alimente mi honestidad e integridad y que gracias a tu ejemplo consiga superar algunos de los obstáculos que dificultan mi comunicación, siendo capaz de encontrar ese modo gentil, elegante y atento de expresar mis ideas y mis sentimientos que nadie como tú sabía mostrar. Conocerte fue importante, tenías algo que atraía, tu manera de hablar, tu forma de relatar. Aquella mirada ágil y firme propósito representaba para mí el mito de Alción. Tú simbolizabas la calma, la conquista positiva del hombre. Julián Marías tuvo que inspirarse en ti cuando desarrolló el término de alcionismo: “en medio del invierno, sazón de tormentas y tempestades, en el tiempo más crudo, los vientos dejan de soplar y se hace la calma”.

Te fuiste con la proximidad del invierno, Braulia, y yo quiero recuperar y contener parte de tu calma para que, en momentos de congoja y apuro, cuando al sentirme perdido, sepa gritarme a mí mismo “¡calma!, ¡calma!”, tan dulcemente como tú la susurrabas. Braulia, era tu calma la que superaba todas tus dificultades y ponía orden en ellas, donde tú verdaderamente existías y te humanizabas.

Recordaré tu figura y tu sonrisa, te recordaré cuando trabaje, cuando investigue, te recordaré para que los vientos dejen de soplar en los días de tormenta y se haga en mí la calma, aquella que quiero y deseo que ilumine mis obras y mis acciones y sirva de inspiración a este hombre que lucha por humanizarse.

 

Juan José Regadera Meroño. En Murcia, a 12 de noviembre de 1998



                                


Hasta pronto

 

 

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